Adelina se pasaba horas enteras mirando el cactus. Cada púa era un recuerdo. Amaba aquella planta porque le recordaba su vida. Con muy poco se puede existir y dar frutos rojos. Hablaba con ella por señas, la saludaba al amanecer, compartía el mismo aire.
Escondía la mano derecha dentro de la manga larga del jersey de Lana. En su mano cerrada, guardaba Adelina un anillo de oro de una boda que no llego a celebrarse. Lo apretaba tan fuerte que le entraba un quejido en el corazón.
¿Podrían casarse una mujer y un cactus? Tal vez si ella permaneciera quieta podría echar raíces, volverse verde, echar espinas y crecer hasta entrelazarse. Ella amaba aquella inmovilidad plácida, el sol, la lluvia y la brisa helada.
El cactus tuvo un pensamiento, que viene a ser, un endurecer de agujas. Quería abrazarla, caminar, tomarla de la mano, quitarse las espinas y flotar sobre su piel suave. Creyó que si se dejaba mover por el viento y hacía menos fuerza en la raíz, le saldrían piernas y manos.
Se miraron durante semanas. Ella impasiblemente sonriente y él cada vez más agitado por los elementos, menos arraigado. En un golpe de vendaval, Arrebato, el cactus, se dejó caer sobre los labios de la chica. Las espinas hicieron sangre en las comisuras de Adelina. Arrojó por reflejo a su compañero vegetal al suelo y se puso a llorarlo histérica. No se atrevía a tocarlo, ahora que había probado su dolor ¿Qué se podía esperar del amor de un cáctus? Pero echaba de menos su armonía y su porte esbelto.
Arrebato, ácido y caído, aflojaba sus espinas. Nunca esperó que un beso hiciera tanto daño. No tenía piernas, ni brazos. Aceptó con resignación su muerte. Adelina, al verlo tieso lo regó con lágrimas. Acercaba las manos para tocarlo pero no se atrevía. Cansada arrojó el anillo escondido a la Aurora hermosa de primavera. Adelina prometía no volver a amar en la vida. Sus corazones se habían secado.
De pronto las nubes rojas se agitaron y empezó a llover con rabia. El agua que caía bañó a los dos enamorados. De los rizomas muertos de Arrebato nacieron piernas, cuerpo, cuernos y pelo suave. Un hermoso corzo donde antes hubo planta. Ella se fue encorvando, llenándose de piel peluda, alargando la boca en morro y pintando sus ojos de negro tierno. Se convirtió en una corza libre. Los dos se olieron, se acariciaron, saltaron bajo los rayos y los truenos. Recorrieron enamorados el bosque y la tormenta.
El sol salió. Llevaba alrededor de sus rayos un anillo de boda. Adelina y Arrebato vivieron felices para siempre. Por fin al mismo nivel, cosa necesaria para amarse. Los ruiseñores cantaban.
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