El mar es grande, dos veces grande y profundo, dos veces profundo. Lleno de secretos, bellezas y maravillas. Eco, salmón, notó un chasquido en su aleta dorsal adiposa y lo supo: había llegado la hora de abandonar el océano sinuoso y volver al río de sus antepasados. Se permitió mecerse en una ola y mientras se mecía, cantaba para despedirse:
“Ondula, dale presión a la cola, salta y juega con las olas. A donde le marca el corazón, allí se conduce el salmón.”
Eco vio llorar a una mujer en una playa, piel morena de carbón y manos encallecidas de tanto trabajar. Detuvo su camino y acalló la llamada para preguntar emocionado:
“ ¿Por qué lloras hermosa? ¿Acaso no te gusta la espuma que rodea a las rocas?”
- Lloro porque mi marido es pescador y no acaba de regresar.- Parecía un torrente de duelo- Va para 20 días que le espero volver. ¡Ay Le habrá partido una tormenta! Tiene el pelo rubio del sol y los ojos azules del cielo. ¡Ay!
Eco temía a los marineros y, aunque entendía que era parte de la vida que unos se comieran a los otros, apenas reparaba en una red a lo lejos, temblaba y se tornaba frágil y asustadizo. Pero aquel llanto le pareció tan sincero, que no pudo más que desoír por un momento el mandato de su aleta dorsal y se resolvió ayudarla.
“Déjate de lloreras que Eco se lanza a la búsqueda de tu marino. No me importa que el mar sea grande, dos veces grande, que mi esperanza de consolarte mide más”
Recorrió durante días todos los recodos gritando:
“¿Alguien ha visto un marinero pelo rubio de sol y ojos de cielo?”.
Casi nadie le respondía y a menudo Eco, solo recibía el eco y después del eco la negación. Pero los delfines que jugaban a hacer círculos y a pintar la forma de las nubes en el agua, le rodearon y se apiadaron de él:
- Nosotros te ayudaremos, siempre y cuando ese marinero no tenga redes.
Sobrepasaron las simas, los abismos negros, valles claros de algas, laberinto de peces de colores, marejadas revoltosas y montes de barro hundido. Lo encontraron exhausto y abatido, flotado sobre una tabla y gimiendo:
- Mar traidor y taimado, déjame salir con vida que mi mujer me está esperando, piel morena de carbón y manos encallecidas de trabajo.
Eco se cercioró, comprobó que su pelo era de sol y sus ojos de cielo. Sonriendo le saltó frente a los morros y se le colocó cerquina:
“Deja de quejarte humano. Te traemos la libertad. Vamos a arrastrarte.”
Eco a la cabeza guiando. Los delfines empujando con el hocico y el lomo la madera, hasta donde la espuma rompe contra las rocas. ¡Qué abrazo más sublime! ¡Qué beso más consolado! Lástima que los salmones no conocieran como besar y no fueran capaces de abrazar, pensaba Eco. Satisfecho de ver a Garbiñe y Arturo, reencontrarse. Así se llamaban los dos enamorados, envueltos de brisa marina y placidez oceánica, el viento fue gritando sus nombres. Al verlos juntos y felices, el pescado se despidió con premura y bailó por última vez con los delfines. En seguida sintió el tirón intuitivo de su aleta. Ya era el momento. No podía entretenerse más y la canción le bullía en las agallas:
“Ondula, dale presión a la cola, salta y juega con las olas. A donde le marca el corazón. Allí se conduce el salmón.”
Con fuerza entró en la desembocadura de un río cualquiera. El agua dulce se prometía embriagadora y sabrosa. Se lanzó enérgicamente, pero con nostalgia de tanta grandeza que había visto. El río le parecía pequeño, dos veces pequeño y su fondo corto, dos veces corto. Aquellos plácidos remolinos eran inmensamente placenteros, a pesar de su suciedad. Arrastraban contaminación gris, dos veces gris, muy negra, pero día tras día se iba limpiando al ascender, se aclaraba y se volvía más fresca:
“Ondula, dale presión a la cola, salta y juega con las ondas”. La electricidad de la corriente imantaba su convicción y aumentaba la sensación potente de su aleta, que le mandaba subir.
Todo su anhelo se chocó contra un muro. Una presa colosal le cerraba el paso. Ni con toda su potencia e impulso recio se acercaría a la mitad de aquel engendro de hormigón. Su corazón y el temblor adiposo de su alma lo exigían:
“Sea como sea, tienes que conseguirlo”.
Eco estaba afligido, no soltaba lágrimas porque los salmones no saben llorar:
“El hombre es malo, dos veces malo y a veces mucho más”. Se repetía para sus adentros.
Acaeció entonces lo imprevisto. Un marinero de ojos azules de cielo y cabello rubio de sol arrojó su red con tiento y lo atrapó. Cansado y hambriento Eco desistió. Arturo orgulloso lo sacó del agua. Al verle el pelo y la mirada, algo le dolió en su aleta dorsal. Algunos piensan que por el golpe al levantarlo, pero otros creen que fue un crujido sordo, dos veces sordo y muy clavado, tan clavado que todos los ecos del mundo no lo pueden gritar. ¡Nunca llegarás!
Los ojos de Arturo y el de Eco se cruzaron. En la pupila vidriosa del Sal Salar, mezcla de espuma rocosa, tez morena de carbón, manos encallecidas y lamentos de mujer. El hombre sintió lastima del animal:
- No sufras hermano. Cada cual tiene un camino y para que yo caminase muchos de los tuyos se tuvieron que sacrificar. En días emocionantes, estuve pescando el campano y aunque nunca lo cogí, conozco la alegría, la lucha de puntal, sedal y carrete. Combate feliz que me dieron tus parientes. Gracias a todos, porque sin vosotros no quedarán pescadores en el mundo. Unos nos sacrificamos por otros ¿Acaso tú no comes otros seres? Tranquilo, te llevaré a lo alto de la presa, se lo debo a los tuyos. Quizás fueras tú el que me salvo de una muerte atroz.
El pescador cargó el salmón con rapidez y lo soltó superando el obstáculo de cemento. Eco al regresar al agua pequeña, dos veces pequeña del río, ahora pantanoso y lodoso, miró a Arturo agradecido y sin rencor, unos somos alimento de los otros. El hombre es el gran señor y tal vez, no fuera malo, a lo mejor era bueno, dos veces bueno y a veces mucho más. Le sonrió boqueando la orilla serena:
“ Anémona de sol, espejos del cielo. Gracias por tu amor divino, ojalá construyáis escalones de agua para subir los engendros de argamasa. Si así lo hacéis, los míos os darán combate fiero de caña, nos comeréis y pescaréis a cientos, sin ver brillo de tristeza en nuestra cara y dolor en la aleta de nuestros anhelos. Bendita alegría sentiremos al regalarnos a los reyes del mundo.”
Y sin esperar respuesta Eco se arrojo raudo al fondo, para seguir remontando el río. Mientras cantaba:
“Ondula, dale presión a la cola, salta, juega y atraviesa piedras o cascadas. A donde le marca el corazón. Allí se conduce un salmón.”
El río se llenó de meandros y se fue estrechando. Aclaró sus aguas, frescas, dos veces frías y puras, dos veces puras. Donde todavía nada el desmán de los pirineos, un topillo de agua juguetón, con brillos ancestrales en su pelaje peludo. El sonido rugiente de las gotas era embriagador, mitad remembranza de marea de mar y todo canto de vida.
Arribó al fondo pedregoso de cantos rodados. Cerca del nacimiento del río. Cada piedra redonda parecía una estrella de pedernal. Eco se juntó con más salmones, que habían llegado misteriosamente hasta allí para desovar. Estaban todos agradecidos a un pescador de ojos azules y pelo de sol.
Al fin se produjo la gran fiesta de amor, huevas, esperma y ajetreos. Eco tenía la certeza de que el mundo era maravilloso, dos veces maravilloso. Cansado y satisfecho, murió. El río ya no le parecía pequeño, ni corto y el dulzor del agua tenía el gusto a infinito y a eternidad. Al expirar lanzó un grito jubiloso, por haber tenido una vida plenamente colmada. El grito fue tremendo, dos veces tremendo y aún más... El eco de la voz de Eco recorrió las montañas y abarcó todo el mundo. Aún hoy lo sigue recorriendo. Venía a decir:
“El mundo es bello y el mar habita en todos los corazones que lo saben cuidar.”
“Ondula, dale presión a la cola, salta y juega con las olas. A donde le marca el corazón, allí se conduce el salmón.”
Eco vio llorar a una mujer en una playa, piel morena de carbón y manos encallecidas de tanto trabajar. Detuvo su camino y acalló la llamada para preguntar emocionado:
“ ¿Por qué lloras hermosa? ¿Acaso no te gusta la espuma que rodea a las rocas?”
- Lloro porque mi marido es pescador y no acaba de regresar.- Parecía un torrente de duelo- Va para 20 días que le espero volver. ¡Ay Le habrá partido una tormenta! Tiene el pelo rubio del sol y los ojos azules del cielo. ¡Ay!
Eco temía a los marineros y, aunque entendía que era parte de la vida que unos se comieran a los otros, apenas reparaba en una red a lo lejos, temblaba y se tornaba frágil y asustadizo. Pero aquel llanto le pareció tan sincero, que no pudo más que desoír por un momento el mandato de su aleta dorsal y se resolvió ayudarla.
“Déjate de lloreras que Eco se lanza a la búsqueda de tu marino. No me importa que el mar sea grande, dos veces grande, que mi esperanza de consolarte mide más”
Recorrió durante días todos los recodos gritando:
“¿Alguien ha visto un marinero pelo rubio de sol y ojos de cielo?”.
Casi nadie le respondía y a menudo Eco, solo recibía el eco y después del eco la negación. Pero los delfines que jugaban a hacer círculos y a pintar la forma de las nubes en el agua, le rodearon y se apiadaron de él:
- Nosotros te ayudaremos, siempre y cuando ese marinero no tenga redes.
Sobrepasaron las simas, los abismos negros, valles claros de algas, laberinto de peces de colores, marejadas revoltosas y montes de barro hundido. Lo encontraron exhausto y abatido, flotado sobre una tabla y gimiendo:
- Mar traidor y taimado, déjame salir con vida que mi mujer me está esperando, piel morena de carbón y manos encallecidas de trabajo.
Eco se cercioró, comprobó que su pelo era de sol y sus ojos de cielo. Sonriendo le saltó frente a los morros y se le colocó cerquina:
“Deja de quejarte humano. Te traemos la libertad. Vamos a arrastrarte.”
Eco a la cabeza guiando. Los delfines empujando con el hocico y el lomo la madera, hasta donde la espuma rompe contra las rocas. ¡Qué abrazo más sublime! ¡Qué beso más consolado! Lástima que los salmones no conocieran como besar y no fueran capaces de abrazar, pensaba Eco. Satisfecho de ver a Garbiñe y Arturo, reencontrarse. Así se llamaban los dos enamorados, envueltos de brisa marina y placidez oceánica, el viento fue gritando sus nombres. Al verlos juntos y felices, el pescado se despidió con premura y bailó por última vez con los delfines. En seguida sintió el tirón intuitivo de su aleta. Ya era el momento. No podía entretenerse más y la canción le bullía en las agallas:
“Ondula, dale presión a la cola, salta y juega con las olas. A donde le marca el corazón. Allí se conduce el salmón.”
Con fuerza entró en la desembocadura de un río cualquiera. El agua dulce se prometía embriagadora y sabrosa. Se lanzó enérgicamente, pero con nostalgia de tanta grandeza que había visto. El río le parecía pequeño, dos veces pequeño y su fondo corto, dos veces corto. Aquellos plácidos remolinos eran inmensamente placenteros, a pesar de su suciedad. Arrastraban contaminación gris, dos veces gris, muy negra, pero día tras día se iba limpiando al ascender, se aclaraba y se volvía más fresca:
“Ondula, dale presión a la cola, salta y juega con las ondas”. La electricidad de la corriente imantaba su convicción y aumentaba la sensación potente de su aleta, que le mandaba subir.
Todo su anhelo se chocó contra un muro. Una presa colosal le cerraba el paso. Ni con toda su potencia e impulso recio se acercaría a la mitad de aquel engendro de hormigón. Su corazón y el temblor adiposo de su alma lo exigían:
“Sea como sea, tienes que conseguirlo”.
Eco estaba afligido, no soltaba lágrimas porque los salmones no saben llorar:
“El hombre es malo, dos veces malo y a veces mucho más”. Se repetía para sus adentros.
Acaeció entonces lo imprevisto. Un marinero de ojos azules de cielo y cabello rubio de sol arrojó su red con tiento y lo atrapó. Cansado y hambriento Eco desistió. Arturo orgulloso lo sacó del agua. Al verle el pelo y la mirada, algo le dolió en su aleta dorsal. Algunos piensan que por el golpe al levantarlo, pero otros creen que fue un crujido sordo, dos veces sordo y muy clavado, tan clavado que todos los ecos del mundo no lo pueden gritar. ¡Nunca llegarás!
Los ojos de Arturo y el de Eco se cruzaron. En la pupila vidriosa del Sal Salar, mezcla de espuma rocosa, tez morena de carbón, manos encallecidas y lamentos de mujer. El hombre sintió lastima del animal:
- No sufras hermano. Cada cual tiene un camino y para que yo caminase muchos de los tuyos se tuvieron que sacrificar. En días emocionantes, estuve pescando el campano y aunque nunca lo cogí, conozco la alegría, la lucha de puntal, sedal y carrete. Combate feliz que me dieron tus parientes. Gracias a todos, porque sin vosotros no quedarán pescadores en el mundo. Unos nos sacrificamos por otros ¿Acaso tú no comes otros seres? Tranquilo, te llevaré a lo alto de la presa, se lo debo a los tuyos. Quizás fueras tú el que me salvo de una muerte atroz.
El pescador cargó el salmón con rapidez y lo soltó superando el obstáculo de cemento. Eco al regresar al agua pequeña, dos veces pequeña del río, ahora pantanoso y lodoso, miró a Arturo agradecido y sin rencor, unos somos alimento de los otros. El hombre es el gran señor y tal vez, no fuera malo, a lo mejor era bueno, dos veces bueno y a veces mucho más. Le sonrió boqueando la orilla serena:
“ Anémona de sol, espejos del cielo. Gracias por tu amor divino, ojalá construyáis escalones de agua para subir los engendros de argamasa. Si así lo hacéis, los míos os darán combate fiero de caña, nos comeréis y pescaréis a cientos, sin ver brillo de tristeza en nuestra cara y dolor en la aleta de nuestros anhelos. Bendita alegría sentiremos al regalarnos a los reyes del mundo.”
Y sin esperar respuesta Eco se arrojo raudo al fondo, para seguir remontando el río. Mientras cantaba:
“Ondula, dale presión a la cola, salta, juega y atraviesa piedras o cascadas. A donde le marca el corazón. Allí se conduce un salmón.”
El río se llenó de meandros y se fue estrechando. Aclaró sus aguas, frescas, dos veces frías y puras, dos veces puras. Donde todavía nada el desmán de los pirineos, un topillo de agua juguetón, con brillos ancestrales en su pelaje peludo. El sonido rugiente de las gotas era embriagador, mitad remembranza de marea de mar y todo canto de vida.
Arribó al fondo pedregoso de cantos rodados. Cerca del nacimiento del río. Cada piedra redonda parecía una estrella de pedernal. Eco se juntó con más salmones, que habían llegado misteriosamente hasta allí para desovar. Estaban todos agradecidos a un pescador de ojos azules y pelo de sol.
Al fin se produjo la gran fiesta de amor, huevas, esperma y ajetreos. Eco tenía la certeza de que el mundo era maravilloso, dos veces maravilloso. Cansado y satisfecho, murió. El río ya no le parecía pequeño, ni corto y el dulzor del agua tenía el gusto a infinito y a eternidad. Al expirar lanzó un grito jubiloso, por haber tenido una vida plenamente colmada. El grito fue tremendo, dos veces tremendo y aún más... El eco de la voz de Eco recorrió las montañas y abarcó todo el mundo. Aún hoy lo sigue recorriendo. Venía a decir:
“El mundo es bello y el mar habita en todos los corazones que lo saben cuidar.”
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