Páginas

martes, 14 de julio de 2009

Cayucos y certezas.

- Es claro. Nadie puede ponerlo en duda.
Era un clamor en el parlamento. Sus señorías lo tenían como siempre clarísimo. Era el momento de tomar medidas.
- Hay que actuar. Por supuesto, pero alguien sabe que opina la prensa de eliminar el arraigo.
Parecía que realmente se lo tomaban muy en serio. Tanto como para que la sala estuviera casi vacía y para que algunos bostezos se contuvieran mordiéndose los labios. Lo que realmente era indudable es que la calefacción estaba muy alta.
Kilómetros más allá, pero mucho más allá de las fronteras en las que mora la opinión pública. Dos hombres de tez bronceada y mirada honda, contemplaban el mar.
- Es claro. Nadie puede ponerlo en duda. Hay que tomar medidas, pero que pensará la familia de esto.
Un golpe de brisa cálida meció las datileras y los dos hombres se dieron la mano. Abd al Sami, no sabía si cogía un billete para su libertad o endeudaba para siempre a su descendencia. Un arrebato de tos y sintió que la garganta le ardía. Hizo el saludo de despedida y metió las manos en las rendijas laterales de la chilaba. Los ahorros habían sido entregados para pagar un viaje sin retorno.
Una calma tensa asoló el parlamento. Era la hora de comer. El representante del grupo minoritario, hacía miles y miles de preguntas. Abucheos, malas caras y sobre todo poses de silencio afectado. El miedo arrabató la estancia. Una sola parrafada bastó para ello:
- Los datos son inequívocos. La tiranía de los países ricos frena la prosperidad de los países pobres. Es hora de abrir las fronteras, de terminar con las mafias y de cambiar las reglas de juego.
La carcajada fue espantosa. La inmensa mayoría de los congresistas lo sabía. No era posible cambiar esas reglas. Nuestra prosperidad dependía de ello.
Una placidez tensa asoló el cayuco. El mar estaba tranquilo. El agua les calaba hasta las rodillas. A un grito, los 30 que empujaban se subieron, unos 60 más, estaban sentados agarrándose las rodillas. Era la hora de comer, pero a nadie le preocupaba la comida. Una mujer de 25 años daba de mamar a su bebé. Su negro pecho brillaba al sol. La mayor parte de la gente posaba la vista en el mar, pero algunos no podían verlo porque estaban en lo más hondo de la barca de colores rojos, amarillos y verdes de 24 metros de eslora dividida en listones. El miedo arrebató los ojos. Un golpe de mar inesperado hizo tambalearse el mundo. Instintivamente Abd al Sami se abrazó a la mujer que tenía más cerca. Aunque no la conocía, se miraron a los ojos; sin hablar, y se entendieron: “Abrázame, no me molestas.” Una risotada de alivio recorrió el océano. Era posible cambiar las reglas. El futuro dependía de ello.
En Madrid, en pleno calor de agosto, los hombres en un bar miraban la tele. Escuchaban las palabras de los políticos, mientras apuraban el vino de la casa y degustaban la tapa.
- Lo que tienen que hacer es echarles. Donde se ha visto que se permita que nos quiten los trabajos. Mano dura.
Un eructo se escurrió entre los bigotes de aquel cincuentón airado. La mudez del resto de los presentes, solo era interrumpida por el televisor: “Es claro. Nadie puede ponerlo en duda”. En ese momento se abrió la puerta y una mujer de rasgos andinos, entró con su niño de la mano. La quietud era violenta.
- Le puede poner un cola-cao al niño.
El sopor de agosto en la patera, sol matutino de plano. Todos tapados con mantas. Una botella de agua de 10 litros pasaba de mano a mano y se hacían bajadas de cabeza y gestos de gratitud. De pronto, un susurro, que se multiplica en distintos murmullos idiomáticos: “Una patrullera”. El que esta en la proa, hace señal de que se agachen. Lo cubren todo con una tela color azul marino, se agazapan, el silencio es violento. Abd al Sami, quiere abrazarse de nuevo a alguien y nota que la mujer se cuelga de su espalda y le acaricia el cuello, mientras le acerca el niño dormido. Mamadou de Senegal, sentado junto a ellos, que ya lo había intentado dos veces antes de esta, llevaba una navaja y gasolina para preparar un coctail molotov. Al descubrirlo, todos se asustan. Pero Mamadou lo tiene claro, a él no le volverán a chantajear las patrulleras Mauritanas o cerrarle el paso las españolas para que diera la vuelta. Había vendido su barca cuando pescar se hizo una miseria. Los pescadores europeos en sus caladeros y ellos muertos de hambre. Ya no le quedaba alternativa. La misma voz se pasó a todos los idiomas: “Falsa alarma, no hay peligro.” Mamadou dejo de apretar la botella de gasolina y suspiró mientras sonreía al niño. Le pareció escuchar entonces un avión sobrevolar, pero seguramente fue el pavor, ese que hace ver y oír lo que se teme. Estarían en las inmediaciones de la isla de Alborán y Ayobami rezó para que no les encontrara salvamento marítimo, aunque dado su estado, quizás sería lo mejor.
En el bareto pobre y sucio, lleno de gambas roídas por el suelo y servilletas sucias. Darwin, se suelta de las manos de mama y corre a sonreir al señor de bigote. Le enseña su cromo de Samuel Etó y sin previo aviso se le cuelga a la espalda y le da un beso en el cuello.
- Señor, señor. El Barcelona es el mejor equipo del mundo ¿Verdad? Mi padre dice que es mejor el Madrid, pero lo dice no más para fastidiar.
El camarero se enternece, al notar la tensión del bigotudo barrigón y coge de un lugar escondido de la barra, un paquete de pasteles.
- Toma hijo. A ver si te toca también alguno del Atlético.
- Gracias señor. Ojalá me toque el Kum.
- Qué le debo por la leche y los pasteles.
- Por la leche un euro y los pasteles son regalo de la casa.
El hombretón mostachudo se levanta con mirada de desprecio y se marcha. Los 5 o 6 clientes que quedan ni siquiera se miran. El barman limpia con la bayeta la tarima.
- Mama, ese hombre se fue enfadado.
- Seguro que no era del Barcelona - Sonrió el camarero.
Edwina, respiro profundamente y sonrió mirándole al mandil, quería darle de nuevo las gracias. Sacó de su bolso una pequeño giñol de dedo tejido en lana, que tenía forma del condor. Lo colocó en el cuello de una botella vacía.
- Gracias.
En aquel instante, la atención se fue hacia la tele.
Todo estaba revuelto en el cayuco, ropas y zapatos. Un olor a muerte asolaba todo. Nadie se atrevía a rebullir. Hacía horas que un hombre se había arrojado al mar, de pura desesperación. Mamadou quiso sujetarlo pero no pudo y Abd al Sami trató de lanzarse a por él, pero sintió como si la voz de su mujer que le dijese: “Nos dejas endeudados”. Apretó los puños. En ese momento sintió rabia del mundo, de las fronteras y deseo ser gaviota. Alguien grito fuerte. Era aviso de que estaban en tierra. Llegaron a una playa de Motril, hacía varios días que habían salido de Alhucemas. Tenían los labios resecos y estriados y el cuerpo se dolía de no encontrar postura. Al atracar, entumecidos, quisieron hacer lo posible por salir, pero las piernas no daban. Varios rostros blancos acercaron el maderón a tierra. Lucían el distintivo de cruz roja. Los viajeros parecían marionetas al salir de la barcaza, el niño chico lloraba colgado en una tela enrollada a la espalda de Ayobami y ella, ébano puro, pañuelo enrollado en la cabeza y vestido azul y blanco, se llenaba de lágrimas al pisar la costa de España. Se oían voces en lengua extraña y parecía todo un espejismo.
- ¿Están bien? Al borde de la deshidratación y la insolación, pero están bien. Acércale la taza. Bebe, bebe.
A Abd al Sami le pareció todo una pesadilla. Les acercaron a una casa llena de cientos de inmigrantes. Las voces seguían. Mamadou pensaba: “Con esta ya van tres fracasos, aunque al menos esta vez no se rompió el motor”. La segunda vez estuvieron 15 días de travesía, lo más del tiempo a la deriva. Hasta que les encontró la policía Canaria. Esta ruta le había parecido más sencilla que aquella.
- No hay medios. No tenemos comida para tanta gente. Pedid ayuda. Estoy harto de citas pospuestas y de palabras.
Ayobami le hizo unas cucamonas al niño y luego miró a Abd al Sami. Le ofreció cogerlo de nuevo. Tenía la sonrisa blanca del marfil y la piel negra de la noche sin estrellas. Al sentir a la criatura Abd al Sami sintió con alivio que le acariciaban el alma: “Alá, es grande”. De nuevo los ajetreos de policías y cruces rojas.
- Tenemos que hablar con ellos. Hay que repatriar. Estoy harto. Esta es gente normal. No son delincuentes. A ver si averiguamos de donde vienen. ¿De dónde eres tú?
- Mi, no entiende - Abd al Sami, sintió un crujido.
Ayobami, agarró su mano y puso en ella un billete de 20 euros. Se llevaban a Abd al Sami. Ese gesto conmovió al hombre sobre manera. No tuvo tiempo de despedirse. Una de las cruces rojas, le tendió la chaqueta olvidada. Él la apretó con fuerza y vio una mirada de lástima en todos. Guardó el billete agradecido y entró a una sala en la que le cosieron a preguntas, le hicieron pruebas óseas para determinar la edad y le pusieron a firmar decenas de papeles.
Lejos de allí, no tantos kilómetros para ser otra frontera. En el viejo bar, la tele se llenaba de tedio y en el parlamento todos aplaudían.
- Queda aprobado el nuevo Real Decreto Ley de Extranjería por unanimidad. – Musitaba el presidente de las Cortes.
- ¿Qué quiere decir eso?- preguntó Darwin.
El camarero se paso la mano por la frente para quitarse el sudor.
- Significa pequeño, que estos políticos lo tienen todo muy claro y nadie puede ponerlo en duda y les importa un bledo la gente. Creen que opinión pública, ciudadano y persona son sinónimos de tener papeles.
- Yo tengo cromos.
El silencio se hizo tan grande, que Martín se puso a limpiar las copas porque no sabía que más se puede decir. Los clientes volvieron al vino y a las tapas. Edwina, agarró de la mano a Darwin y salieron a la calle. Nadie se atrevió a decir adiós. La tele seguía puesta y miles de tertulianos ponían imágenes de cayucos y las diseccionaban con bisturí de certeza. La opinión pública lo tenía siempre clarísimo. Hoy blanco, mañana negro y pasado, Dios dirá: “¿El Dios de quién?”.
Abd al Sami, se abrazó a su mujer, había fracasado. Todo el pueblo salió a recibirlo, sus hijos saltaban al verlo y su madre lloraba, como lloran las madres en todos los sitios cuando han temido por la vida de los suyos. A más de la mitad de los que se marchan se los come el mundo por no tener visado. Maldito león de fauces grandes es occidente. Y de nuevo frente al mar, otra vez a ahorrar. Chillan las gaviotas y Abd al Sami piensa, mientras mira un billete de 20 euros: “La vida es un viaje a ninguna parte”, pero entonces sonríe.
- Tal vez Mamadou, Ayobami y su pequeño lo hayan conseguido, o tal vez sigan aún en el centro de acogida del la policía española ¿Cómo será la vida del otro lado? Lo más duro es no saber. Abd al Sami, discurrió: “Hay que tomar medidas y estás han de salir del corazón. El miedo no sirve para gobernar el mundo.” Debía intentarlo de nuevo. Nadie puede ponerle muros al hambre esperanzada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario