Imagen tomada de el blog: http://www.chupinito.blogspot.com/
YA HACIA QUE NO SUBÍA NINGUNO DE MIS RELATOS. OS DEJO UNO PARA QUE LOS ENAMORADOS SE DECIDAN.
Julián solía arrastrar los pies a tirones impulsivos y el ruido de la suela de sus zapatos cansados al rozar el viejo pavimento de la calle, sonaba como el soplar de una vieja locomotora de vapor. Los martilleos de su bastón sólido, como si viniesen de ultratumba, marcaban un ritmo traqueteante y tembloroso, pero le gustaba tanto andar. En el bolsillo llevaba un currusco seco de pan con algo de chorizo dentro. En cuanto aparecía Canelo se lo arrojaba. Este movía la cola, lamía la mano del viejo y de tanto saltar casi le tiraba al suelo. Era un perro vagabundo. El hombre no se lo había llevado a casa, porque Canelo se dejaba acariciar pero no coger. Ponerle un collar era imposible y bañarlo resultaría una odisea para el mas joven.
Pasando frente a la floristería colorista que se asienta en la calle Santa Nonia, echó carbón a su achacosa caldera y compró dos rosas blancas, de las cuales una se la puso en su anciana solapa y la otra la posó tristemente sobre una destrozada mesita de noche. Mueble que en su milenaria habitación era criadero del polvo y de los años. Apunto de acostarse y sin haber cenado, miro por la ventana a la calle y su sarnoso amigo saltarín y peludo, paseaba orgullosas sus pulgas por la acera. Estaba acompañado de una perrina, dos veces mas pequeña y con el morrín chato y el pelo igualmente marrón pero menos peludo que el suyo.
- ¡Qué fino es el Canelo! A partir de hoy preparo dos bocatas.
El mundo le dolía como si fuera una parte de su cuerpo. El decrépito pensamiento iba de un lado hacia la tristeza de los últimos coletazos de este siglo de sombras y de otro, a rememorar los viejos tantanes y azadones, símbolos de épocas menos caducas. Que lastima de ver en la tele la guerra en la antigua Yugoslavia. ¿Dónde estaba la rebeldía de los jóvenes? Lo gruñó internamente con voz rebelde. “Nadie se ocupaba de nadie” languidecía “ ¿Los jóvenes olvidaron mover el puño izquierdo hacia arriba?”. Lo verdadero es que en aquel momento no se habría preocupado de nadie mas que de ella, si la hubiera conocido.
Cada mañana miraba el buzón vacío, que con su nombre, Julián Hernández, era mero reposo de facturas y propaganda, se colocaba los caídos cuellos de la camisa, la oscura americana y cogía los raíles de su cotidiano paseo matutino. Cuando atravesaba el escaparate de una rutinaria confitería, miraba las cajas de gruesos bombones, pero aquella jornada decidió no sólo mirar sino comprar dos, de las cuales abrió una y la otra la dejó abandonada sobre la misma mesita en la que reposaba la rosa de los silencios.
Siempre sucedía lo mismo. Ensoñaba que tomaba el café con una mujer buena. Lo de bella le daba igual. El corazón embellece todas las cosas. Estaban tomando un descafeinado, haciendo confesiones de alma a alma. Como no se podía mezclar una cosa con otra, es decir, amor con amistad y ternura con ansia, aunque le gritase el alma: “bésala”, recogería el instinto que no estaba atrofiado y la amaría para siempre. La amaría de aquella forma tan amistosa y pura entre sueños y soledades. Algún día se encontrarían en cualquier calle, en el supermercado, junto a la obra o tal vez en el parque. Se decía en sus evocaciones amorosas:
- Los dos censuraremos la guerra de Yugoslavia, los dos tendremos en un puño la angustia. Será quizás un espejismo, sin embargo en sus ojos veré el dolor de mundo. Veré el grito del niño huérfano por la guerra, veré el frío sin mantas, el llanto roto entre cristales y el cielo iluminado de obuses. En ella habrá libertad, mucho más que una actitud entregada. Habrá amor a todo. Su sonrisa será la sonrisa de la esperanza. La que aún queda en unos pocos. Cuando sonría mostrará la posibilidad de transformarlo todo. Ella me enseñará que la desgracia sólo se mata con dulzura y alegría.
En cambio Julia, una viuda triste, acostumbraba a acicalarse el pelo y la cara, porque guardaba la presunción de una vida entera. Un olor a cremas la acompañaba ineludiblemente por donde fuera que fuese. Solía ojear solapadamente, nunca a los ojos. Julia casi había perdido la costumbre de conversar, ni siquiera recibía cartas y dormía siempre sola. Se sentía muchas veces como un vagón descarriado a la deriva de las vías del destino y desde aquellos pretéritos 60 años, nadie le había regalado rosas ni bombones. La anciana tenía los ojos acuosos, tal vez porque era muy sentida o porque al igual que Julian en ese instante le sobrepasaba el mundo. Había adoptado una perrina callejera. No quería dormir en casa, pero a menudo ladraba junto a su ventana y aquello a Julia le alegraba el día. Hacía tres días que no venía a visitarla y estaba preocupada: “Lo mismo un coche la ha hecho daño”. En ese instante, justo después de haber comido, escucho dos ladridos. Se asomó abriendo las grises cortinas y el ventanal.
- Anda, si te has echado noviete. Espera Perla que ya salgo
Anoche un cuervo renegrido de alas, se posó en el alero de la ventana de su cuarto, mal augurio pensó ella. Se paseaba por un escaso borde a saltitos escasos y con su sucio pico, prorrumpía ruidos infernales, espectrales y molestos. Tuvo que espantarlo para poder dormir un rato más. ¡Cómo lamentaba esta edad de hojalata y plástico! Se quejaba, no por ñoñerías sino por la impotencia de cambiarla. Se angustió de los niños nacidos en el progreso y se molestó con los oídos necios a la sabiduría de sus años ¿ Quién limpiará las cenizas del planeta cuando acabe de consumirse? Nos tocará a los viejos. Perla y su acompañante, siendo las dos del medio día, habían comenzado a ladrar, a rascar la puerta y a morderle la falda hasta sacarla a caminar.
Julia despreciaba la incredulidad de los ilusos y se sentía como un folleto de propaganda barato a los ojos de todos. Se ofrecía gratuitamente a los demás pero nadie lo leía, porque no interesaba su mercancía de soledad. Como le apetecía volverse a enamorar. Y aunque fuera tópico, de un hombre que le llevara flores y bombones. Uno al que le gustase el café y pasear. Uno que amase a los perros. Se agachó y le hizo cariños y carantoñas a Perla.
Él recordaba las noches legendarias de su juventud como minúsculas gotas en el mar de los tiempos; con los pasodobles, las jotas y los filandones, con las caras que se fueron marchando y con múltiples cadenas de palabras y vivencias alrededor de las personas. Ella no deseaba recordar, no le servían de evasión como a él esos recuerdos, sino que le hacían maltrato y depresión, ya que eran incomunicables, porque no había una persona a la que le gustase escucharlos y compartirlos.
El señor Hernández comenzó a imaginar. Sentía hasta el sabor amargo del buen café. Su amiga le hablaría de su larga vida. Mientras, él escucharía como el dolor y el amor habían dejado poso en su corazón. Los recuerdos son como una serpiente venenosa. Ella le contaría lo mala que era la gente a veces. Sería duro escucharlo, pero aguantaría el temblor; no se atrevería a abrazarla, pues pensaba que no debía aprovecharse la ternura. Julián descubriría la fuerza interior de su amada. Sería extremadamente sensible y ese detalle le resultaba tan hermoso como para bendecirla eternamente. Estaba convencido de que algún día hallaría una mujer así, real y no ficticia. Lo que desconocía es si aún tendría fuerzas para enamorarla.
- Canelo, toma un bocado. Eres un gandul. ¿Esta quién es?- Bajó la mano y rascó la cabecina agradecida de la perrina. Los dos orgullosos arrancaron a correr- ¡Si que ha sido una visita corta! Ya no estoy para ir detrás de vosotros.
Dos días después, por la larga avenida de la universidad; ella en un extremo expandiendo sus aromas y él en el otro arrastrando zapatazos. Ella con su traje de luto apolillado, él con su rosa blanca en la solapa. El paisaje estaba desierto, el sol se moría desangrando rayos. Un paso y él toma aliento. Dos pasos y ella se recoloca el pañuelo sobre la cabeza canosa.
¡Qué poco tiempo! ¡Cuanta distancia!
Un paso, él destroza las baldosas a bastonazos mientras contempla el horizonte, dos pasos y Julia se acelera ajena al ambiente otoñal que se respira.
Los dos se cruzan, no se miran, ni se saludan.
Al fin quedaron abandonadas una rosa blanca y una caja de bombones sobre una mesita, porque nadie conocía, sólo yo, ni siquiera ellos, que eran el uno para el otro. Esa tarde aulló una pareja de perros callejeros. Enamorados se acurrucaron sobre unos cartones para esperar ver salir la luna. El mundo no se detuvo. La soledad no detiene las horas. Canelo y Perla se lamían las heridas, se miraban a los ojos, entrelazaban las colas y disfrutaban de la libertad.
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